"Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo": célebre frase que se atribuye erróneamente al ilustrado francés, Voltaire, pero que en realidad es de su biógrafa, Evelyn Beatrice Hall y que define atemporalmente ese principio democrático básico que sigue siendo necesario reivindicar aún hoy en pleno siglo XXI y que a las autoras nos sirve de perfecta introducción al presente artículo.
Mucho se ha hablado estos días de lo que diagnosticó Naomi Klein a través de su “Doctrina del shock” y que es necesario repetir para llegar a asimilar que, efectivamente, estamos siendo víctimas de ello. Klein demostró cómo circunstancias excepcionales -sea una catástrofe natural o, por ejemplo, el miedo infundido por la posesión de armas de destrucción masiva- que sucedan en un momento determinado ante una población desorientada, son elementos idóneos para que el poder se atreva a aplicar duras medidas económicas o políticas que, en otras circunstancias, no tendrían éxito. Por ejemplo, el huracán Katrina no sólo se llevó por delante a la ciudad de Nueva Orleans, sino que se aprovechó la gran catástrofe para implementar recortes de derechos básicos y políticas neoliberales, que en otros momentos no habrían sido posibles: sobre la destrucción, la creación de un sistema nuevo, el neoliberalismo más vergonzante.
Es la aplicación de esta Doctrina del capitalismo más salvaje la que se comenzó a poner en práctica, aquí, durante la crisis financiera de 2006 -sin obviar que no fuimos las únicas víctimas de un cataclismo económico con consecuencias a gran escala. Gracias a la crisis y apelando a ella se arrasó con las condiciones de nuestro modelo económico y social previo basado en los principios del llamado "estado del bienestar", como concesión temporal a quienes históricamente habían conquistado los derechos más básicos. El capitalismo a ultranza acechaba el momento más oportuno para imponerse, de ahí que no sólo no nos hayamos recuperado de la crisis sino todo lo contrario, hemos sido despojados poco a poco de servicios públicos, que han sido traspasados a las empresas acechantes. Los recortes en educación y sanidad públicas han sido explicados, por ejemplo, desde criterios de necesidad, de escasez de fondos. Las empresas se habían arruinado, nos decían, por eso fue necesario bajar salarios y, sin embargo, los miles de millones de euros de ganancias, a costa de precarizar el trabajo, fueron aprovechados por algunos empresarios para realizar cuantiosas donaciones para la investigación de enfermedades sin que faltara una buena campaña de comunicación para encumbrarlos; un miserable proceso de privatización del derecho a la salud al que sólo se puede acceder a través del favor del millonario oportuno.
Ante estas injustas políticas, la gente se echó a la calle, pues su organizada voz colectiva fue la única herramienta que quedaba para protestar. El 15 M fue una clara muestra de que la gente podría lograr grandes cambios desde el legítimo ejercicio del derecho a la libertad de expresión y de manifestación. A este fenómeno social le siguieron numerosas y multitudinarias manifestaciones ciudadanas que se intentaron criminalizar por parte del poder a través de todos los medios posibles. Mediante la denominada “ley mordaza”, para impedir y obstaculizar derechos fundamentales a través de multas administrativas -forma discreta y dañina de disuadir- y la mordaza penal -reguero de procedimientos penales atentatorios contra la libertad de expresión-. El intento de reprimir derechos y libertades públicas obtuvo una amplia contestación social y una opinión pública mayoritariamente contraria a esta represión de derechos fundamentales. Muchos jueces tampoco estaban dispuestos a enjuiciar hechos no delictivos, como la concentración “Rodea el Congreso” o los escraches a los representantes políticos. No sucedió lo mismo con la Audiencia Nacional que pasó de enjuiciar a terroristas a investigar a tuiteros, titiriteros y artistas.
En este contexto social, emergió “la cuestión catalana”: un conflicto político de grandísima envergadura que ha provocado un enorme shock como consecuencia del lamentable nivel político de nuestros gobernantes quienes, haciendo dejación de sus funciones se parapetaron tras los jueces, judicializando un problema político y, contribuyendo así, a criminalizar social y penalmente una opción política legítima.
Ese preparado caldo de cultivo provocó las circunstancias idóneas para generar un estado de shock que acometiera una involución democrática sin precedentes desde la Transición. Hemos asistido a una devastación de los pilares básicos del Estado de derecho. Sin tapujos y sin disimulos porque, recordemos, es tras la destrucción de las estructuras preexistentes, cuando emerge sin pudor el talante de un estado con tendencia al autoritarismo que acecha el momento propicio para abordar medidas autoritarias, recentralizadoras, con ayuda de las fuerzas policiales y del Fiscal General. Sin olvidar el papel de la Audiencia Nacional. Todos estos elementos se pusieron a la labor de reprimir violentamente lo que se debió haber resuelto a través de los cauces oportunos existentes en una democracia, como el diálogo y el reconocimiento del derecho a decidir de los pueblos. Sin embargo, el gobierno de Rajoy persiguió desde el principio las condiciones óptimas para una polarización social dinamitadora de la convivencia y propiciadora del "shock" que necesitaba.
Con el revestimiento aparentemente judicial de la acción represiva, monitoreada desde el Gobierno, a través del reprobado Fiscal General del Estado, hemos asistido a una de las mayores cargas policiales de los últimos años en Europa: la jornada del 1 de octubre en Catalunya, con cerca de 1.000 personas que requirieron asistencia médica, contra una población que salió a votar en una consulta popular, previamente anulada. No hubo ningún detenido, lo que demuestra lo gratuita y desproporcionada que fue la carga policial.
Hemos visto al Fiscal General del Estado anunciar detenciones a 400 alcaldes catalanes; también anunció que pediría la prisión provisional para quienes habían impulsado el Procés catalán desde el Parlament. Y por fin, presentó una querella contra los miembros del Govern y de la Mesa del Parlament. Previamente, la Fiscalía había impulsado acciones penales contra dos activistas que organizaron las manifestaciones de los días 20 y 21 de septiembre, consiguiendo que ingresaran en prisión provisional.
Ni los delitos de rebelión y sedición pueden calificar estos hechos, consistentes en ejercer el derecho de representación política y cumplir el programa político para el que fueron elegidos los ahora querellados ni debieran haberse considerado como sedición las movilizaciones de cerca de dos millones de personas, las mismas que eligieron libremente a su gobierno cuando concurrieron a las elecciones autonómicas allá por el 27 de octubre de 2017.
Inquietante parece el hecho de que se incluya en la querella del fiscal que los escraches, las movilizaciones ciudadanas y la organización de la protesta social sean insurrecciones violentas para perseguir un objetivo político. Muy alarmante que el Tribunal Supremo haya asumido todos y cada uno de los elementos de esta represión, reescribiendo, de paso, el significado de los derechos fundamentales en juego.
Se equivocan cuando lo llaman "la cuestión catalana" y puede que fuera así antes, pero no ahora. Un Estado de Derecho debe garantizar la separación de poderes y los hechos demuestran una actuación judicial basada en interpretaciones de carácter político. Hace tan sólo unos años nadie habría creído posible que gran parte de un gobierno pudiera acabar en prisión en nuestro país. Un escándalo que, sin embargo, no sólo ha sido normalizado sino justificado. El estado de shock ha propiciado el proceso de involución democrática que nos ha llevado a situaciones tan lacerantes como que en un plató de televisión en prime time el público arranque a aplaudir al anunciar el envío a prisión de Carme Forcadell, la presidenta del Parlamento catalán, por una decisión parlamentaria y adoptada en el ejercicio de su cargo. Eso hace unos años no habría sido posible. Sin embargo, a pesar de las grandes manifestaciones pidiendo la libertad de los presos políticos, sigue siendo una gran mayoría del Estado la que justifica y aplaude medidas que creíamos relegadas a las crónicas de otros tiempos.
Es muy impactante la forma en la que las sociedades de forma mayoritaria pueden normalizar e incluso banalizar la corrupción, la precariedad, la desigualdad, las carencias de participación democrática y la represión. Pero, además de Naomi Klein, sobre este proceso social de "banalización del mal" ya nos alertó décadas atrás otra mujer, Hannah Arendt, para explicar el proceso de aceptación de la barbarie nazi en toda una sociedad culta y adelantada, como lo era la alemana. Tal vez por lo extremo del caso sea más sencillo aplicarlo a cualquier proceso social de pérdida de derechos y valores, en los que la sumisión y aceptación de las situaciones conducen al peligro de la banalización del mal, que ya se está dando en otros países de Europa a través de un ascenso inusitado de la extrema derecha que ha llegado a ocupar este fin de semana masivamente las calles de Varsovia.
El terreno pues, se ha vuelto fértil para que germinen las peores actitudes y talantes que acechaban a la espera del momento oportuno. Mientras la mayor parte de la sociedad acepta de buen grado esta inusitada represión. Pero que nadie se lleve a engaño: cuando la represión se activa ya no hay quién la gradúe. La represión tiene, además, carácter expansivo: ni se detendrá en el territorio catalán ni se limitará a la cuestión soberanista. O lo enfrentamos como lo que es, una involución democrática que puede plasmarse en los próximos meses en una nueva reforma reaccionaria de la Constitución o sufriremos en nuestras propias carnes ser las próximas víctimas de esta escalada represiva. Y entonces, quizás, ya no quede nadie para salvarnos.
Isabel Elbal y Esther López Barceló, en eldiario.es
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