Mi amigo J. quería que, antes de que me pusiera a escribir sobre armas en los Estados Unidos, probara primero qué se siente al disparar. Era domingo. Como la gente va a misa por la mañana, tuvimos que esperar que se hicieran las doce para que abriera el sitio de práctica de tiro más cercano. Por respeto, las puertas del polígono no se abren hasta que no se cierran las de dios. El lugar quedaba en un típico centro comercial, de esos que tienen sólo un par de locales y una playa de estacionamiento al aire libre. De un lado estaba el Starbucks. Del otro, una empresa de telefonía celular. Fuimos los primeros en llegar. Como yo nunca había disparado, el muchacho que atendía le dijo a J. que tenía que hacerse cargo de mi seguridad, y lo puso a prueba. Le dio una pistola Glock y le pidió que le sacara el seguro. Hacía tiempo que J. no tenía un arma en sus manos y no se acordaba cómo desactivar el mecanismo. No es que no hubiera tirado nunca. Lo hacía desde chico en Oklahoma, y sus propios hijos -dos adolescentes- saben tirar porque les enseñaron los abuelos. Tirar es un rito de la vida y en lugares como esos, más bien rurales, pasa de una generación a otra. Mientras J. luchaba con la Glock, un tipo de tamaño inmenso entró al local con su arma. Era un AR-15, una bestia semiautomática que se utilizó en varias masacres colectivas. A nadie se le movió un pelo por la presencia de semejante pedazo de caño. Mientras el grandote desaparecía por una puerta, el empleado nos dijo con ese tono formal que usan los policías: “Lo siento señor, no podré permitirles el ingreso”. Y yo respiré tranquila.
¿Qué me había perdido? La oportunidad de experimentar una sensación única, relajante, totalmente antiestrés. Quienes aman las armas no sólo disfrutan el derecho de portarlas. Les agregan adjetivos. Dicen que las armas son románticas, son sensuales, son adictivas, son divertidas, son la libertad misma. Nada asociado con el objetivo para el que fueron fabricadas: matar.
El empleado del polígono de tiro, un chico rubicundo con ojos celestes y grandes como dos lunas llenas, también me dijo que disparar era genial. Era feliz poseedor de un AR-15. “A todos en mi familia les encanta. A mi novia también “, contó. La usan siempre para salir a cazar chanchos salvajes y ciervos, que en Texas abundan. Más que una cacería debe ser una masacre porque el AR-15 es la versión civil de un M-16, un arma militar. Hay que apretar el gatillo para disparar cada bala, pero se puede hacer con mucha velocidad porque está diseñada para atacar objetivos múltiples, que se mueven rápidamente en filas enemigas. En un par de segundos, un tirador experto vacía un cargador de hasta 30 proyectiles. Y luego se siente feliz. Relajado.
“Volveremos con toda la familia otro día, cuando haya un instructor “, dijo J. al retirarse del polígono, dispuesto a experimentar en otra ocasión la felicidad que se había perdido por mí. El chico rubicundo devolvió cortésmente el saludo. En la puerta, leí esta advertencia: “¡Atención, idiotas! Si desenfunda un arma que está cargada es porque: Usted nos está robando, le está disparando a una persona que nos está robando, o es un idiota incompetente. Por favor no desenfunde su arma cargada en nuestro negocio. Si lo hace le puede pasar lo siguiente: le pegaremos un tiro, le agradeceremos, o lo trataremos de idiota y le pediremos que se retire. Si le ofende este mensaje, podremos suponer que usted pertenece a la tercera categoría.”
¿Será que este es un mundo lleno de idiotas?
Armas para todos. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas armas hay en los Estados Unidos. Las cifras van de 265 millones a más de 310 millones. Casi una por habitante. En realidad, cada vez menos personas tienen más armas per cápita. No sólo para defensa personal sino potentes armas automáticas.
En muchos estados adquirir un arma de cualquier calibre es más sencillo que comprar un antibiótico. Las normas varían según el estado, especialmente en relación con el rigor o la liviandad con que se hace el chequeo de antecedentes del posible comprador. Texas tiene la legislación más permisiva de los Estados Unidos en cuanto a armas se refiere: tenés dinero, tenés las armas que querés, grandes, chicas, semiautomáticas. En Tennessee podés llevar una pistola a un bar y nadie te dice nada, aunque mezclar alcohol con balas es mal consejo. En Texas también la podés llevar encima a toda hora, pero escondida en la ropa, no podés exhibirla. Se lo llama “open carry” y rige también en otros estados. En 2016 la legislatura texana aprobó una ley que autoriza a los alumnos de las universidades a llevar armas a clase, lo que erizó los pelos de los profesores, con razón. Muchos imaginaron lo peor: a un alumno descontento con una nota o con el contenido académico, descargando su arma contra otros alumnos o contra los profesores.
Un profesor de origen mexicano de la Universidad Texas A&M me dijo: “No me preocupa que desenfunden el arma en clase sino que dentro de seis meses vengan enojados a mi oficina, cuando hayan digerido los contenidos, porque se dieron cuenta que no estaban de acuerdo. En este clima social envenenado que creó Trump, puede pasar. Hablamos en clase de temas que invitan a la polémica. Y muchos de nuestros estudiantes vienen de un medio rural. Tienen armas en sus camionetas. Todo esto pasa en un momento en que la demografía está cambiando rápidamente. Y la política también está cambiando. La gente de los Estados Unidos no sabe cómo hablar sobre raza o racismo, y ahora el presidente dice que los latinos están para joderte y que América va a ser grandiosa otra vez. Entonces, las armas en el campus me preocupan.”
La ley que autoriza la portación de armas en el campus se promulgó en conmemoración de una masacre ocurrida hace medio siglo, cuando un tirador mató a 49 personas desde lo alto de una torre. Los defensores de la norma argumentan que la presencia de personas armadas en la universidad habría evitado la masacre. O que, al menos, el asesino no habría podido matar impunemente a tantas personas. Es un argumento habitual entre los que apoyan las armas, empezando por el National Rifle Association (NRA), el más poderoso lobby de Washington, para seguir bregando por la venta libre de armamento de todo tipo y calibre pesea a que ocurren matanzas espantosas. Como aquella de la escuela primaria de Sandy Hook, en Newtown, en 2012. Un episodio que hizo llorar de impotencia al presidente Obama: 20 niños muertos, de 6 y 7 años. Y no ha sido la única matanza en un colegio o un jardín de infantes. ¿En qué mundo es posible detener con una pistolita a un tipo que tiene una ametralladora?
Mi lindo rifle semiautomático. El AR-15 es el arma que hacer furor en los Estados Unidos. ¿Qué atractivo le encuentran? Es una especie de plataforma muy versátil, poderosa, a la que se pueden agregar accesorios como teleobjetivos. Es liviano, se puede colgar al hombro. Es tan cool como la última Nintendo. Y, además, te hace sentir como en un videojuego. Sólo que este videojuego es real. O casi. Podés fantasear que estás en la guerra contra Al Qaeda, Isis, o cualquier malo contemporáneo que elijas. Vestirte de fajina, ir al desierto y disparar contra autos o barriles llenos de nafta que explotan. Llevar a toda la familia y vivir la experiencia de lo que se ve por televisión, pero en un campo de tiro. Esta, sin embargo, es una guerra sin traumas. No hay cuerpos destrozados, no hay sangre, gritos de dolor, niños muertos. O tiempo lejos de la familia, camaradas acribillados, heridas propias. No hay síndrome post-traumático. Nadie sale psicológicamente lastimado. Es casi como un combate de verdad, pero con protectores oculares y de oídos, porque estas cosas hacen mucho ruido. En Nevada hay excursiones que te invitan a pasar todo el día jugando a Dessert Storm (Tormenta del Desierto), la operación bélica en Irak. Te pasan a buscar por el hotel, te dan el almuerzo -con una opción sin gluten, si lo necesitás-, hay un precio para los que quieren jugar y otro para los que quieren mirar.
Me cuenta Robert Spitezer, catedrático del State University of New York en Cortland y una de las personas que más sabe de armas: “Una de las razones por las cuales a los norteamericanos les gusta comprar esas armas -el AR-15 o el AK-47- consiste en la posibilidad de verse a sí mismos como personal militar. Los fabricantes las promocionan ofreciendo al ciudadano común la experiencia que se tiene contra un enemigo. Su función militar es lo que hace que a la gente le gusten. En términos de márketing es uno de los motivos de la fascinación y también para muchos es algo divertido. Como en algunos estados las armas de combate está prohibidas algunos norteamericanos se apuran a comprarlas antes de que se puedan convertir en ilegales otra vez.
Después de Sandy Hook, Obama quiso prohibir de nuevo el AR-15 y las ventas aumentaron estrepitosamente. Cuando se le pregunta a un vendedor de armas quién fue el mejor promotor de los llamados rifles de asalto, te responde: Obama. En 1994 Clinton impuso una ley de prohibición a las armas de combate que duró diez años. El motivo fue una masacre contra niños camboyanos y vietnamitas ocurrida en Stockton, California, en 1989. El atacante abrió fuego con un AK-47, matando a cinco niños e hiriendo a otros 34 y a un maestro. Tenía escrito en su arma las palabras “libertad” y “Hezbollah”, toda una ensalada ideológica: la misma que exhiben muchos norteamericanos, incluido el presidente Trump. A George W. Bush le tocaba renovar esa ley en 2004. No lo hizo. “Las armas no matan. La gente mata”, te dicen.
Marina Ainzen, en Revista Anfibia
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