Como dice en su título una página de Facebook, gentrificación no es un nombre de señora. Es el proceso mediante el cual los pobres son desplazados de sus barrios céntricos porque el mercado los rehabilita para gente con dinero. Tras décadas viviendo en edificios degradados y distritos ignorados por la inversión pública y privada, sus calles se reforman y sus alquileres cada vez son más caros. Pronto se tienen que ir. “Es la ley del mercado”, me dijeron en Lisboa, cuyo centro histórico se convierte en un gran airbnb. Con frecuencia la gentrificación es vista como un fenómeno positivo: se rehabilitan los edificios, se abren nuevas tiendas, se llenan los cafés. Sharon Zukin habla de “pacificación por capuchino”: los negocios tradicionales son sustituidos por nuevos locales de consumo para la clase media.
En realidad, la gentrificación representa la lucha de clases y la segregación históricas. No sólo una comunidad pobre es sustituida por otra de mayor poder adquisitivo, sino que en muchos casos una población de inquilinos de origen inmigrante es sustituida por otra de propietarios blancos. En las ciudades estadounidenses esto es especialmente brutal. En el Bushwick de Brooklyn, la presión de los gentryfiers sobre la comunidad hispana se refleja en la cohabitación temporal entre banderas de Puerto Rico en las ventanas, tiendas con cajas de yuca en la puerta y vírgenes de Guadalupe en el escaparate, galerías de arte y espacios de creación de todo tipo, edificios modernos con buenos acabados, murales de mil colores y stencils que dicen que “la gentrificación es el nuevo colonialismo” y “tu lujo es nuestro desplazamiento”. Esta mezcla, que guías turísticas y folletos de promoción inmobiliaria venden como diversidad, es una fase de un proceso de expulsión. Es fácil adivinar quién va a quedarse con el barrio, y no serán los jóvenes universitarios y artistas bohemios que, atraídos por los precios relativamente bajos, el ambiente alternativo y la buena ubicación, son sólo punta de lanza de un proceso que acabará por echarlos a ellos también. Con los hijos de la clase media blanca que huyó a las periferias vuelve también a la ciudad el capital inmobiliario.
En el sur de Europa, la gentrificación es con frecuencia turistificación. En un balcón de la Barceloneta dice un cartel: “Bienvenido turista, el alquiler de apartamentos turísticos en este barrio destruye el tejido socio-cultural de esta zona y promueve la especulación. En consecuencia muchos de nuestros vecinos se ven obligados a abandonar el barrio. Disfruta de tu estancia”. No es ya que una comunidad pobre sea sustituida por otra más rica, sino que es reemplazada por una no-comunidad de turistas que pasan sólo un par de días en el barrio. La gentrificación sustituye poblaciones; la turistificación las elimina. En Barcelona, el derecho a la vivienda y a la ciudad está tan amenazado por el turismo masivo tras años de estímulo institucional que hoy es elemento central de la agenda del gobierno local. En los barrios más auténticos de la capital catalana, la concentración de apartamentos turísticos y los precios de los pisos son tan elevados que es imposible vivir ahí. En Madrid, Lavapiés se está convirtiendo en un airbnbarrio y es cada vez más difícil alquilar un piso para habitarlo.
El turismo, durante décadas protegido y promovido como solución a todos los problemas del Sur, es visto ya por muchos vecinos como una fuerza que se apodera de los barrios y los echa de sus casas. Todos somos turistas en algún lugar o deseamos serlo, pero cuando el turismo masivo devora la ciudad es necesario regular. Sin duda cuando viajamos debemos ser también conscientes del impacto de nuestras acciones. El auge de plataformas como Airbnb, nacidas en el marco de la economía colaborativa pero convertidas en formidables instrumentos de mercantilización de la ciudad al servicio de empresas turísticas e inmobiliarias, agrava la situación. No es lo mismo reservar en Airbnb la habitación de invitados en la casa de un vecino que reservar un apartamento entero que es alquilado exclusivamente a turistas durante todo el año.
En Lisboa, el boom turístico que vive la ciudad estimula la venta de su centro histórico en el mercado inmobiliario global. La crisis y la austeridad devastaron el poder adquisitivo de los portugueses y mermaron el mercado interno. Sin embargo, los precios de la vivienda suben de modo espectacular en los barrios más antiguos por la demanda extranjera de pisos turísticos y segundas viviendas. Según el Instituto Nacional de Estadística portugués, el número de contratos de compraventa creció un 105,9% en Lisboa entre 2012 y 2015. En 2015, el valor medio de los inmuebles vendidos era un 26% mayor que en 2011. La carta abierta Morar em Lisboa, promovida el pasado enero por un grupo de ciudadanos y organizaciones y firmada por casi 4.000 personas, denuncia un aumento de los alquileres de entre el 13% y el 36% y una subida de los precios de compraventa de hasta el 46% en los últimos tres o cuatro años en la capital portuguesa.
Este proceso de mercantilización urbana, impulsado por la inversión extranjera y el turismo masivo, es estimulado por políticas públicas que han convertido a Portugal en un offshore inmobiliario. En 2009, el gobierno de Sócrates implementó el régimen fiscal de los residentes no habituales para atraer a profesionales cualificados y jubilados extranjeros. Los primeros disfrutan de una tasa impositiva reducida sobre la renta del 20% y los segundos (en su mayoría franceses) no pagan impuestos por sus pensiones. En 2012, por mandato de la Troika, Passos Coelho liberalizó los alquileres desencadenando su actualización por encima de la capacidad económica de muchos inquilinos en un contexto de austeridad. Ese mismo año puso en marcha el programa Golden Visa, similar al que existe en España o Grecia, que otorga permisos de residencia a ciudadanos extracomunitarios que hagan inversiones (generalmente inmobiliarias) de 500 mil euros en Portugal. En caso de compra de propiedades de más de 30 años o situadas en áreas de rehabilitación, basta gastar 350 mil. Al estimular la demanda en mercados externos con mayor poder adquisitivo, se promueve el aumento de los precios de la vivienda sobre la capacidad de una población local empobrecida por la austeridad. Parece que la crisis de 2008 no frenó la especulación urbana sino que sólo la desplazó de la periferia al centro de la ciudad.
La rehabilitación del centro histórico de Lisboa, igual que la de tantas otras ciudades, era necesaria y urgente. En la parroquia de Santa Maria Maior, que se extiende en torno a la catedral e incluye los barrios más turísticos de Alfama, Castelo, Baixa y partes de Chiado y Mouraria, más del 30% de los pisos estaban vacíos en 2011. Sin embargo, la mejora física de estos barrios no frena la pérdida de población que sufren desde los años ochenta. De hecho, contribuye a la desaparición de los vecinos que quedaban, cuyas viviendas y otras que estaban abandonadas son convertidas en pisos turísticos. En los bajos abren tiendas, cafés y restaurantes para turistas. ¿Tiene sentido rehabilitar un barrio si no es para mejorar la vida de sus habitantes? Cuando mejoramos esos barrios, ¿lo hacemos porque mejora la vida de sus vecinos o porque los sustituimos por otros que ya vivían mejor?
Es difícil, en una economía de mercado en la que suelo y vivienda son mercancías que se compran y venden a precios libres, rehabilitar un barrio para sus vecinos. Cualquier mejora sobre una vivienda o su entorno se traduce en un aumento del alquiler al que sus inquilinos raramente pueden hacer frente. Incluso en los casos de habitantes propietarios, las ofertas de fondos de inversión de toda procedencia interesados en comprar les llevan muchas veces a vender y marcharse. En casos de turistificación, la desaparición del comercio local y su sustitución por tiendas de souvenirs y restaurantes caros ponen en jaque la vida cotidiana. Sería más fácil mitigar la gentrificación si el volumen de vivienda pública en alquiler tuviese suficiente peso dentro del parque habitacional como para permitir que los gobiernos influyesen en los valores inmobiliarios del mercado. Pero en el sur de Europa, donde el porcentaje de vivienda pública en alquiler es muy inferior a la media europea y se sigue promoviendo la propiedad, eso está lejos de ser posible.
Iago Lestegás, en ctxt.es
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