Uno de los mensajes que más machaconamente ha repetido el PP desde las elecciones del 20 de diciembre de 2015 ha sido la necesidad de formar una Gran Coalición junto al PSOE «como en otros países europeos» para hacer frente a los «retos» del Estado. Esta mención que se hace en el resto del continente, con menciones especiales a Alemania, tiene una parte de apelación al tradicional complejo hispánico hacia sus socios comunitarios y otra parte de trampa. Cierto es que Mariano Rajoy y sus colaboradores no mienten, que en Berlín funciona un Gobierno entre los democristianos de la CDU de Angela Merkel y los socialdemócratas del SPD. El problema es que olvidan un detalle: los votantes progresistas castigan esta alianza y el histórico partido liderado ahora por Sigmar Gabriel lleva una década en caída libre. No hace falta irse a Grecia, donde el Pasok se convirtió en un partido irrelevante después de ser la formación clave del Gobierno heleno. La tendencia general europea es clave: la socialdemocracia está en declive, especialmente a partir de la crisis de 2007. Y allí donde decide aliarse con los conservadores en forma de pacto explícito o de laissez faire su castigo en las urnas es todavía más severo.
El caso alemán es el ejemplo más repetido por la derecha española. Según su argumentario, Berlín está a la cabeza de Europa gracias al acuerdo entre la CDU y el SPD, que funcionó entre 2005 y 2009 y se reeditó en 2013, tras un paso de los socialdemócratas por la oposición. Lo que los dirigentes del PP no cuentan es el coste que ha supuesto para la formación liderada por el vicecanciller Gabriel. Cuando Gerhard Schröder, el entonces máximo dirigente del SPD, decidió sellar su alianza con Angela Merkel, el partido ya experimentaba una tendencia a la baja pero mantenía el 34,2% de los votos. Una cifra escasa en comparación con décadas de éxito pero en la que ya se había movido, por ejemplo, en 1990, justo después de la caída del Muro de Berlín. Cinco años después de compartir carteras con la democracia cristiana, el porcentaje se había hundido en 10 puntos, hasta el 23%. Casi nada. Jamás había tenido un resultado tan malo desde 1949, cuando se celebraron los primeros comicios en la República Federal Alemana. Salir de esa Gran Coalición le permitió remontar levemente en los comicios de 2013. Sin embargo, volvió a caer en el pacto con Merkel. Así que habrá que ver si vuelve a ser castigado por los votantes.
En Austria el hundimiento del Partido Socialdemócrata no ha sido tan señalado, aunque ha caído del 35,3% al 26,8% en las tres legislaturas en las que ha mantenido una coalición con el Partido Popular austríaco, una formación conservadora con la que ha mantenido un acuerdo en la mitad de las legislaturas desde la II Guerra Mundial. El problema para las formaciones clásicas es que el modelo que antes blindaba la estabilidad ahora hace aguas. Como ejemplo queda el hecho de que la Presidencia austríaca terminase disputándose entre el ultraderechista Norbert Hofer (Partido de la Libertad de Austria) y el ecologista Alexander Van der Bellen, que se impuso pero está a la espera de una repetición de los comicios impuesta por el Tribunal Constitucional.
Grecia es el ejemplo que más utiliza la izquierda estatal como paralelismo con el PSOE. Aunque a veces da la sensación de que se mezcla deseo y realidad, por las diferentes características de ambos estados. No obstante, el hundimiento del Pasok sí que está vinculado a su alianza con los conservadores de Nueva Democracia, sellada en 2012, en plena crisis y con dos programas de rescate sobre las espaldas de la ciudadanía helena. Pasó de gobernar con mayoría absoluta en 2009 y haber sido una de las principales formaciones del país a convertirse en un partido residual.
Estos son solo tres ejemplos, pero muestran dos tendencias claras: la primera, que el proyecto socialdemócrata se encuentra en fuera de juego en Europa. La segunda, que los juegos con la derecha suelen implicar la pérdida de apoyo para formaciones que, en su día, vertebraron sus sistemas políticos. Por eso el PSOE insiste tanto en la idea de que «abstenerse no es apoyar».
Alberto Pradilla, en GARA
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