La presidenta brasileña, Dilma Rousseff, ve cómo su popularidad cae estrepitosamente y las calles se llenan de multitudes pidiendo su destitución; en Ecuador, Rafael Correa protagoniza una confrontación cada vez más aguda con los movimientos sociales de base que lo llevaron al poder; en Argentina, las elecciones del 25 de octubre ─y la previsible segunda vuelta─ llevarán a la Casa Rosada a un presidente a la derecha de Cristina Fernández de Kirchner, aún cuando gane el candidato oficialista, Daniel Scioli. Cada vez se habla más en América Latina de un cambio de ciclo político, tras 15 años de auge de los gobiernos progresistas en la región, que, con la ayuda de los movimientos sociales, campesinos e indígenas, llegaron al poder en Brasil, Argentina, Paraguay, Honduras, Uruguay, Venezuela, Ecuador y Bolivia, entre otros países.
Desde las izquierdas, el panorama político, que en algunos países viene de la mano de la incertidumbre económica, se observa como un momento para la reflexión: si algunos intelectuales o activistas apuntan a la arremetida del imperialismo y las “derechas mediáticas”, otros hablan de la falta de legitimidad a la que ha llevado la “derechización” o cambio de rumbo de algunos de estos Gobiernos.
Para empezar, ¿qué es eso de “gobiernos progresistas”? Como señala el escritor uruguayo Raúl Zibechi, esa etiqueta ha servido para catalogar, de forma vaga, Gobiernos que introdujeron cambios en el Consenso de Washington, que propició en los años 90 la aplicación en toda la región de políticas neoliberales de ajuste que llevaron a mayor desigualdad y destrucción del tejido social. Salvo excepciones, la inclusión social no se ha logrado a través del reconocimiento y garantía de derechos, sino mediante políticas asistencialistas de transferencia de renta que, en muchos casos, han provocado la creación de redes clientelares de dependencia, como denuncia el escritor Martín Caparrós para el caso de la Argentina kirchnerista. La Bolsa Familia del Brasil de Lula da Silva es un ejemplo ya clásico; con todo, pese a las limitaciones de este tipo de políticas, es difícil anticipar el poder transformador que tienen programas que sacan a familias enteras de la miseria y posibilitan su acceso a la educación.
Para Zibechi, con la salvedad de los Gobiernos “boliviarianos” de Venezuela y Bolivia ─Ecuador queda excluido por su creciente enfrentamiento con los movimientos de base─, los Gobiernos “progresistas” no han tenido una voluntad transformadora en lo esencial: el modelo de desarrollo. Se enfrentan en toda América Latina dos visiones del cambio social: la primera, que comparten todos estos Gobiernos, es la perspectiva “neodesarrollista”. El ecuatoriano Rafael Correa, el boliviano Evo Morales o el argentino Néstor Kirchner ganaron en las urnas con la promesa de frenar el poder de las corporaciones multilaterales y el saqueo de los recursos naturales, pero en la práctica se ha mantenido, e incluso intensificado, el modelo extractivista que ha llevado, al calor de la demanda global de commodities, a la reprimarización de las economías. En un principio, el mantener esos ingresos asociados a las industrias extractivas ─monocultivos, minería, hidrocarburos, presas─ parecía una oportunidad para diversificar paulatinamente la matriz productiva y energética; en la práctica, los Gobiernos progresistas han dedicado importantes ingresos a combatir la pobreza, pero no han avanzado hacia esa modificación estratégica de su producción, como asevera Gorka Martija, investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).
Frente a este enfoque neodesarrollista, que se conforma con mejorar ─y no superar─ la posición de estos países en la división internacional del trabajo, los movimientos sociales, con protagonismo creciente de comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes, propugnan la visión del posdesarrollo, a saber: el crecimiento económico basado en la extracción masiva de materias primas no sólo es insostenible para el medio ambiente, sino que es una trampa para los pueblos latinoamericanos, condenados a la “maldición de la abundancia” a la que se refiere el economista ecuatoriano Alberto Acosta: la riqueza de recursos naturales lleva a la dependencia y la miseria económica, como muestra la historia de la minería en la región latinoamericana.
Cambio de ciclo económico
Durante los años en que los precios de las commodities estuvieron al alza, parecía posible para estos Gobiernos conciliar todos los intereses. Se fraguó el eslogan del “crecimiento con inclusión social”. Las divisas que generaban las exportaciones de soja, metales o petróleo permitieron costear las políticas que sacaron a millones de personas de la miseria sin tocar los intereses de las oligarquías.
El Brasil del Partido de los Trabajadores (PT) al que pertenecen Lula y Dilma es el mejor ejemplo de ello. Las políticas de inclusión social ayudaron a la histórica expansión de la Clase C. Para algunos, una nueva clase media; para otros, una clase trabajadora que, con mejores sueldos y acceso al crédito, puede consumir bienes antes reservados a las clases pudientes. Así se consolida otra tendencia regional: “El ciclo progresista derrotó al neoliberalismo en varios aspectos. Pero no lo enfrentó en uno que es clave: el legado consumista del modo de vida americano y la industria cultural que lo promueve. Es así que el aumento de los niveles de vida de amplios sectores sociales impulsado por el progresismo se ha traducido en más consumo globalizado”, ha analizado el economista paraguayo Gustavo Codas.
Sea como fuere, durante unos años pareció funcionar, pero “el ciclo económico ha cambiado: ahora Dilma debe elegir si privilegia a los ricos o apoya a los pobres”, apunta Guilherme Boulos, del Movimiento de Trabajadores Sin Techo (MTST). Pese a que obtuvo la victoria electoral de 2014 con el apoyo del movimiento social de base, Dilma Rousseff evidenció su apuesta por no tocar los intereses de las oligarquías al nombrar como ministra de Agricultura a Katia Abreu, la mayor abanderada de los intereses del agronegocio y enemiga del Movimiento de los Sin Tierra (MST), y como ministro de Hacienda al economista ortodoxo Joaquim Levy, que, formado en Chicago, ha soltado perlas como que España es un ejemplo de ajuste estructural exitoso.
Dilma se ha ganado la desconfianza de las izquierdas. “La pauta del Gobierno es el ajuste fiscal, el corte de derechos, de inversión social. Es indefendible por cualquier movimiento social que se precie”, sostiene Boulos. El Gobierno brasileño, cuya presidenta se enfrenta a índices de popularidad del 10%, ha sido cuestionado incluso por el movimiento sindical, una de las bases del PT: “Esta agenda es de los ricos y no del trabajador”, ha afirmado Vagner Freitas, de la principal central sindical del país, la CUT.
El problema es que, hoy por hoy, no hay alternativa de Gobierno a la izquierda de Dilma, por lo que criticar a la presidenta termina beneficiando a la derecha. A la misma disyuntiva se enfrentan las izquierdas en una Argentina a punto de poner fin a doce años de kirchnerismo y en un Ecuador donde es cada vez mayor la evidencia de la confrontación directa de Correa con la Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) y Acción Ecológica, entre otras organizaciones sociales que critican el enfoque extractivista del Gobierno.
¿Avance o retroceso?
Se pregunta Zibechi: “A tres décadas de distancia, ¿la llegada del PSOE al Gobierno del Estado Español, fue un paso adelante o un retroceso? No pretendo comparar al socialismo europeo con el progresismo latinoamericano, sino reflexionar sobre cómo se produjo la pérdida de la energía social, en ambas situaciones”, aclara. Es tiempo para la reflexión de las izquierdas en América Latina. Algunos ponen el acento en la cooptación del activismo de base por los Gobiernos progresistas; no pocos creen que figuras como Lula y los Kirchner han debilitado al movimiento social. Así lo ha expresado el filósofo marxista Paulo Arantes: “Agotamos por depredación extractivista el inmenso reservorio de energía política y social almacenada a lo largo de todo el proceso de salida de la dictadura”. Y el que fuera fundador del PT y más tarde del Partido Socialismo y Libertad (PSOL), el respetado Francisco de Oliveira, no duda en afirmar: “El lulismo es una regresión política”.
Otras perspectivas, sin embargo, apuntan a la ampliación del horizonte de oportunidades que han supuesto estos Gobiernos. Así pueden contemplarse los avances plasmados en la Constitución de Ecuador de 2008 y la de Bolivia de 2009, que, entre otras influencias de las cosmovisiones indígenas, postulan que la naturaleza es en sí misma sujeto de derechos. Se abren las puertas a nuevas posibilidades de construcción política con protagonismo creciente de los pueblos originarios. Aunque, por el momento, ante la imposibilidad de combinar dos visiones antagónicas como son el post-desarrollo y el continuismo con el modelo extractivista, los gobiernos de Evo y Correa han optado por el extractivismo.
El sociólogo brasileño Emir Sader prefiere destacar los logros que deja en la región el ciclo posneoliberal: disminución sustancial de los niveles de desigualdad, miseria y exclusión social, reducción de la influencia estadounidense en la región y creación de nuevos espacios de integración regional. Son, para Sader, espacios ganados a la visión totalizadora del capitalismo global. A fin de cuentas, sólo un pueblo bien alimentado y con las necesidades básicas cubiertas, aunque sea a base de programas que sustentan redes clientelares y compran votos, puede avanzar en educación, espíritu crítico y cultura democrática. Pero son éstos resultados difíciles de medir y que se aprecian a medio o largo plazo.
Nazaret Castro, en Público
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