domingo, 29 de marzo de 2020

LA TORMENTA PERFECTA DE AUTORITARISMO

Marea roja es una película de 1995 cuyo argumento gira en torno al conflicto que estalla en un submarino atómico norteamericano entre el capitán de la nave y el segundo de a bordo, en el contexto de una crisis internacional que amenaza con desencadenar una guerra nuclear. Al poco de empezar la misión se produce un incendio en el submarino. Mientras los equipos de emergencia tratan de sofocar el fuego, el capitán pide al resto de la tripulación que realice unos ejercicios de combate. Su ayudante se desespera hasta el límite de la insubordinación ante lo que le parece una irresponsabilidad en una situación crítica. Cuando todo acaba, el capitán le explica que ese era el momento idóneo para hacer unas maniobras, lo más parecido que cabía imaginar a las condiciones de estrés y caos que se dan en una batalla real.

La respuesta al incendio del coronavirus está siendo no solo una movilización general de todos los recursos sanitarios públicos, sino también de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado e incluso el Ejército, con atribuciones sin precedentes en la historia de nuestra democracia. Seguramente son medidas inevitables, pero plantean desafíos evidentes por lo que toca a la salvaguarda de las libertades ciudadanas y al mantenimiento de los límites legales del uso de la fuerza por parte del Estado. Hay gente a la que la preocupación por un problema como ese, mientras miles de muertos se amontonan en las morgues, le resulta irresponsable y frívola. El deterioro de la democracia puede parecer un fenómeno transitorio y, sobre todo, un precio a pagar razonable en el contexto de una catástrofe sin parangón. En mi opinión, las cosas son justo al contrario. La fortaleza del Estado de derecho se demuestra en los momentos de crisis. Pensar que los derechos civiles son para cuando nos los podemos permitir es sencillamente no creer en los derechos civiles. Si en algún momento necesitamos que funcionen los mecanismos de control de las fuerzas de seguridad es cuando les otorgamos poderes extraordinarios. Y con frecuencia las pérdidas en libertades no son transitorias, sino que dejan secuelas en las instituciones y la cultura política de un país. De hecho, España sufre un déficit histórico, heredado del franquismo, en lo que respecta a la supervisión ciudadana del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Se trata de un problema que se acentuó en el contexto de la lucha antiterrorista, cuando cualquier duda sobre las actuaciones judiciales o policiales era interpretada como un signo de deslealtad o complicidad con la violencia.

¿De verdad es razonable que la policía haya impuesto 150.000 sanciones relacionadas con el coronavirus en 12 días (el triple que en Italia en un mes)? Además, hay indicios razonables de que la vigilancia policial del confinamiento está deparando, como mínimo, algunos abusos de poder no meramente anecdóticos. En las redes sociales proliferan los vídeos y testimonios que documentan los excesos policiales y, sobre todo, un repertorio asombroso de arbitrariedades. Hace unos días, el administrador de una cuenta de Facebook que reúne a una gran cantidad de policías (tiene más de 130.000 seguidores), lanzaba un mensaje de alarma que resume bastante bien el problema: “Os pido calma y mano izquierda, compañeros. (…) Esto se ha convertido en una cacería absurda, en un descontrol de macarrismo uniformado. Somos policías”. Es comprensible que los agentes estén abrumados por una tarea gigantesca y que en ocasiones la tensión o el cansancio les lleven a cometer errores. Tampoco estoy sugiriendo de ningún modo que sea una pauta generalizada. El problema es el clima de impunidad que ampara esas conductas minoritarias.

Porque lo cierto es que muchas personas justifican e incluso jalean los abusos de poder. Esta especie de masoquismo ciudadano, de subordinación entusiasta, forma parte de un fenómeno más amplio de normalización del linchamiento social. Las personas que vigilan desde la ventana de su casa a sus vecinos y acosan a quienes salen a la calle por un motivo que no les parece apropiado se han convertido en el paisaje social de muchos barrios durante el confinamiento. Esta especie de comunitarismo represivo era bastante previsible, en realidad. A menudo, las catástrofes aumentan la cohesión, pero al precio de un incremento de la coacción social. El resultado es que ahora tenemos una patrulla ciudadana tras cada visillo. La España de los balcones era el país de los chivatos de terraza. Los medios de comunicación han señalado que muchas veces las víctimas del acoso balconero son, en realidad, personas que disfrutan de alguna excepción legal al confinamiento: niños con trastornos de la conducta, enfermos que necesitan caminar por prescripción médica o personas que salen de su domicilio para ayudar a familiares dependientes. Incluso ha llegado a surgir alguna iniciativa para que quienes tienen derecho a salir a la calle durante el confinamiento lleven una prenda distintiva que los vecinos al acecho puedan reconocer desde sus ventanas. Como si el problema fuera la puntería de los chivatos. Tal vez aún más estremecedora es su falta de empatía cuando aciertan, su incapacidad para preguntarse qué puede haber llevado a alguien a quebrantar el confinamiento arriesgándose a una multa y a los reproches de sus vecinos. Hay mucha gente imprudente e insolidaria, sin duda, pero hay también personas desesperadas, que viven muy solas y están asustadas, hacinadas en pisos diminutos o en situaciones familiares insostenibles, con problemas graves de ansiedad...

La resaca que dejará la ampliación del poder policial en nuestras instituciones combinada con la normalización del acoso social puede producir una tormenta perfecta de autoritarismo. En especial, porque se solapa sobre una tendencia aún no generalizada, pero sí creciente hacia la normalización de la democracia iliberal en nuestro país. Es un proceso que tiene hitos legales, como la ley de partidos y la ley mordaza, pero en el que también está desempeñando un papel destacado el Poder Judicial. La Audiencia Nacional parece haberse especializado en la persecución de supuestos delitos de opinión completamente triviales. Del mismo modo, en el contexto de la crisis catalana hemos asistido a una intensísima movilización judicial de dudosa compatibilidad con la separación de poderes. ¿Qué ocurrirá cuando se levante el confinamiento y la catástrofe económica que se avecina empiece a dar lugar a movilizaciones laborales o sociales? ¿Jueces y policías se dejarán arrastrar por la inercia represiva creada durante el estado de alarma? ¿Se seguirá apelando a la excepcionalidad de la situación y a la unidad frente a la catástrofe? ¿Continuarán las metáforas bélicas para exhortarnos a acatar las decisiones del Gobierno?

En muchos lugares del mundo la derecha radical se está imponiendo como una alternativa al derrumbe de la globalización neoliberal, ofreciendo una promesa de orden y retorno a los viejos buenos tiempos anteriores a la Gran Recesión. Las inmensas conmociones económicas que va a desencadenar la pandemia del coronavirus son un escenario perfecto para una extrema derecha capaz de conjugar un programa económico posneoliberal con una gestión inteligente del rencor social y el miedo colectivo. En realidad, un país en cuarentena se parece mucho a las distopías políticas de la nueva ultraderecha: el Ejército en la calle, llamamientos a la unidad nacional, limitación del poder autonómico, comunitarismo represivo y ruedas de prensa en prime time a cargo de un general cuyos comunicados parecen un diálogo desechado de La escopeta nacional.

César Rondueles, profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid (en El País)

No hay comentarios: